
Fue un día de marzo de 2014, a punto de entrar la primavera en el calendario y ya despuntando en las olorosas violetas del soto y en el animoso canto de las totovías al borde del pinar. Recorría el bosque de Valorio, como en la canción de Brassens, “a la chasse aux papillons”: buscando y anotando mariposas para un programa de seguimiento de las poblaciones de estos seductores y cada vez más escasos insectos.

Sentí un estremecimiento de sorpresa cuando escuché su vibrante ulular a pleno sol, casi al mediodía. No es la costumbre del cárabo, ave nocturna que se toma su condición al pie de la letra, pero todas las reglas tienen sus excepciones. Seguí la dirección desde donde llamaba, como presa de un sortilegio, como si fuera a mí al que reclamaba desde la profundidad del bosque. Y así fue cómo lo descubrí, en la entrada de su refugio: una buraca en el tronco de un viejo álamo blanco. Inmóvil como la figura de un santo en su hornacina, disfrutando con los ojos cerrados del tibio sol marcino.

El cárabo común es una especie abundante y en expansión pero sus hábitos estrictamente nocturnos y su costumbre de pasar las horas de luz en refugios ocultos, como huecos de árboles y muros o vegetación muy espesa, dificultan extremadamente su observación. Así que no es de extrañar que debido a su excéntrica costumbre de dejarse ver largamente durante el día, nuestro amigo se convirtiera en un verdadero icono para los observadores de aves locales. Y como es costumbre en estos casos, lo bautizaron con nombre humano, para lo que escogieron el de “Agustín”, en memoria y homenaje del poeta, gramático y pensador zamorano que dedicó no pocos versos y paseos a nuestro singular bosque urbano.

Los retratos de Agustín, reproducidos en folletos, paneles informativos y todo tipo de publicaciones, físicas y virtuales, constituyen ahora el emblema indiscutible de Valorio y su fauna salvaje. No habrá muchos de sus congéneres que sean tan conocidos y populares. Pero él, ajeno a esta fama sobrevenida y a la humana obsesión por la obtención y atesoramiento de imágenes, continúa dedicándose a sus cosas de cárabo: ulular, cazar roedores y pájaros y criar con su compañera un par de “alucones” cada temporada. Normalmente, cuando llego a esta parte del relato, lo remato con un “Y ahí sigue” pero los años van pasando y pesando y nueve son muchos en la vida de un cárabo. Un día, seguramente no demasiado lejano, dejaremos de entrever su críptica silueta difuminándose entre ambiguos claroscuros y abigarradas cortezas de añosos troncos. Pero no esto no debe entristecernos: un ejército de cárabos seguirá llenando el bosque con su canción ancestral, la voz genuina de la naturaleza salvaje.
